Sé que te marchaste hace tiempo, pero es hoy cuando te digo adiós. Es ahora cuando estoy preparada para dar ese paso. No quería despedirme de ti sin estar segura de querer hacerlo.
Lo hago ahora porque no me gustan los abrazos en las despedidas, ni los aplausos al final de un concierto. Prefiero el factor sorpresa, aquel que te deja sin cartas para jugar tu última partida. El instintivo, el poco racional.
Tenía muchas cosas que decirte antes de despedirme de ti, esa es la razón por la que he tardado tanto tiempo en dejarte marchar aunque tú ya te hubieras ido.
Lo primero que quería que supieras es que nunca te imaginé, tampoco me esforcé en hacerlo porque jamás creí que podrías llegar a mi vida, pero lo hiciste. Lo hiciste como un soplo de aire fresco en pleno otoño, como la última hoja que cae del árbol. Lo hiciste pegando un portazo al entrar, el mismo que diste cuando te vi salir.
Duraste poco y te fuiste con las manos vacías. No me diste tiempo a regalarte nada y yo quería mostrártelo todo. Mis amaneceres, mis inquietudes, mi poca destreza en la cocina, mi involuntaria habilidad para meter la pata y mi distraída capacidad para arreglarlo todo. Te habría dejado nadar en mis miedos y perderte en mis sonrisas. Habría encontrado tus constelaciones y tú las mías. Habríamos hecho ese tipo de locuras que solo se hacen cuando estás fuera de ti para estar dentro del otro.
Quería que supieras todo lo que te has perdido, que fueras consciente de lo que has dejado atrás por salir corriendo y que ojalá alguien se tropiece contigo y te impida seguir avanzando solo. Que te descoloque. Que te sorprenda. Que te enamore. Que te guste tanto que solo hagas ruido al entrar. Que quieras saberlo todo y desentrañar sus enigmas lentamente, sin prisa.